3.1 Encíclica Ecclesiam suam (6-VIII-1964) nn. 15, 27-28, 33
Perfectibilidad de los cristianos
15. Este estudio de perfeccionamiento espiritual y moral se halla estimulado aun exteriormente por las condiciones en que la Iglesia desarrolla su vida. Ella no puede permanecer inmóvil e indiferente ante los cambios del mundo que la rodea. De mil maneras éste influye y condiciona la conducta práctica de la Iglesia. Ella, como todos saben, no está separada del mundo, sino que vive en él. Por eso los miembros de la Iglesia reciben su influjo, respiran su cultura, aceptan sus leyes, asimilan sus costumbres. Este inmanente contacto de la Iglesia con la sociedad temporal le crea una continua situación problemática, hoy laboriosísima. Por una parte, la vida cristiana, tal como la Iglesia la defiende y promueve, debe continuar y valerosamente evitar todo cuanto pueda engañarla, profanarla, sofocarla, como para inmunizarse contra el contagio del error y del mal; por otra, no sólo debe adaptarse a los modos de concebir y de vivir que el ambiente temporal le ofrece y le impone, en cuanto sean compatibles con las exigencias esenciales de su programa religioso y moral, sino que debe procurar acercarse a él, purificarlo, ennoblecerlo, vivificarlo y santificarlo; tarea ésta, que impone a la Iglesia un perenne examen de vigilancia moral y que nuestro tiempo reclama con particular apremio y con singular gravedad.
El "Diálogo"
27. La Iglesia debe ir hacia el diálogo con el mundo en que le toca vivir. La Iglesia se hace palabra; la Iglesia se hace mensaje; la Iglesia se hace coloquio. Este aspecto capital de la vida actual de la Iglesia será objeto de un estudio particular y amplio por parte del Concilio Ecuménico, como es sabido, y Nos no queremos entrar al examen concreto de los temas propuestos a tal estudio, para así dejar a los Padres del Concilio la misión de tratarlos libremente. Nos queremos tan sólo, Venerables Hermanos, invitaros a anteponer a este estudio algunas consideraciones para que sean más claros los motivos que mueven a la Iglesia al diálogo, más claros los métodos que se deben seguir y más claros los objetivos que se han de alcanzar. Queremos preparar los ánimos, no tratar las cuestiones.
Y no podemos hacerlo de otro modo, convencidos de que el diálogo debe caracterizar nuestro oficio apostólico, como herederos que somos de una estilo, de una norma pastoral que nos ha sido transmitida por nuestros Predecesores del siglo pasado, comenzando por el grande y sabio León XIII, que casi personifica la figura evangélica del escriba prudente, que como un padre de familia saca de su tesoro cosas antiguas y nuevas (Mt 13, 32), emprendía majestuosamente el ejercicio del magisterio católico haciendo objeto de su riquísima enseñanza los problemas de nuestro tiempo considerados a la luz de la palabra de Cristo. Y del mismo modo sus sucesores, como sabéis. ¿No nos han dejado nuestros Predecesores, especialmente los papas Pío XI y Pío XII, un magnífico y muy rico patrimonio de doctrina, concebida en el amoroso y sabio intento de aunar el pensamiento divino con el pensamiento humano, no abstractamente considerado, sino concretamente formulado con el lenguaje del hombre moderno? Y este intento apostólico, ¿qué es sino un diálogo? Y ¿no dio Juan XXIII, nuestro inmediato Predecesor, de venerable memoria, un acento aun más marcado a su enseñanza en el sentido de acercarla lo más posible a la experiencia y a la compresión del mundo contemporáneo? ¿No se ha querido dar al mismo Concilio, y con toda razón, un fin pastoral, dirigido totalmente a la inserción del mensaje cristiano en la corriente de pensamiento, de palabra, de cultura, de costumbres, de tendencias de la humanidad, tal como hoy vive y se agita sobre la faz de la tierra? Antes de convertirlo, más aún, para convertirlo, el mundo necesita que nos acerquemos a él y que le hablemos.
En lo que toca a nuestra humilde persona, aunque no nos gusta hablar de ella y deseosos de no llamar la atención, no podemos, sin embargo, en esta intención de presentarnos al Colegio episcopal y al pueblo cristiano, pasar por alto nuestro propósito de perseverar —cuanto lo permitan nuestras débiles fuerzas y sobre todo la divina gracia nos dé modo de llevarlo a cabo— en la misma línea, en el mismo esfuerzo por acercarnos al mundo, en el que la Providencia nos ha destinado a vivir, con todo respeto, con toda solicitud, con todo amor, para comprenderlo, para ofrecerle los dones de verdad y de gracia, cuyos depositarios nos ha hecho Cristo, a fin de comunicarle nuestra maravillosa herencia de redención y de esperanza. Profundamente grabadas tenemos en nuestro espíritu las palabras de Cristo que, humilde pero tenazmente, quisiéramos apropiarnos: No... envió Dios su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él (Jn 3, 17).
La Religión, diálogo entre Dios y el Hombre
28. He aquí, Venerables Hermanos, el origen trascendente del diálogo. Este origen está en la intención misma de Dios. La religión, por su naturaleza, es una relación entre Dios y el hombre. La oración expresa con diálogo esta relación. La revelación, es decir, la relación sobrenatural instaurada con la humanidad por iniciativa de Dios mismo, puede ser representada en un diálogo en el cual el Verbo de Dios se expresa en la Encarnación y, por lo tanto, en el Evangelio. El coloquio paterno y santo, interrumpido entre Dios y el hombre a causa del pecado original, ha sido maravillosamente reanudado en el curso de la historia. La historia de la salvación narra precisamente este largo y variado diálogo que nace de Dios y teje con el hombre una admirable y múltiple conversación. Es en esta conversación de Cristo entre los hombres (cfr. Bar 3, 38) donde Dios da a entender algo de Sí mismo, el misterio de su vida, unicísima en la esencia, trinitaria en las Personas, donde dice, en definitiva, cómo quiere ser conocido: Él es Amor; y cómo quiere ser honrado y servido por nosotros: amor es nuestro mandamiento supremo. El diálogo se hace pleno y confiado; el niño es invitado a él y de él se sacia el místico.
¿Cómo atraer a los hermanos, salva la integridad de la verdad?
33. ¿Hasta qué punto debe la Iglesia acomodarse a las circunstancias históricas y locales en que desarrolla su misión? ¿Cómo debe precaverse del peligro de un relativismo que llegue a afectar su fidelidad dogmática y moral? Pero ¿cómo hacerse al mismo tiempo capaz de acercarse a todos para salvarlos a todos, según el ejemplo del Apóstol: “Me hago todo para todos, a fin de salvar a todos?” (1 Cor 9, 22).
Desde fuera no se salva al mundo. Como el Verbo de Dios que se ha hecho hombre, hace falta hasta cierto punto hacerse una misma cosa con las formas de vida de aquellos a quienes se quiere llevar el mensaje de Cristo; hace falta compartir —sin que medie distancia de privilegios o diafragma de lenguaje incomprensible— las costumbres comunes, con tal que sean humanas y honestas, sobre todo las de los más pequeños, si queremos ser escuchados y comprendidos. Hace falta, aun antes de hablar, escuchar la voz, más aún, el corazón del hombre, comprenderlo y respetarlo en la medida de lo posible y, donde lo merezca, secundarlo. Hace falta hacerse hermanos de los hombres en el mismo hecho con el que queremos ser sus pastores, padres y maestros. El clima del diálogo es la amistad. Más todavía, el servicio. Hemos de recordar todo esto y esforzarnos por practicarlo según el ejemplo y el precepto que Cristo nos dejó (cfr. Jn 13, 14-17).
Fuente: AAS 56 (1964) 626-628, 637-642, 646-647.