3.2 Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (8-XII-1975) nn. 19-20 y 63.
19. Sectores de la humanidad que se transforman: para la Iglesia no se trata solamente de predicar el evangelio en zonas geográficas cada vez más vastas o poblaciones cada vez más numerosas, sino de alcanzar y transformar con la fuerza del evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la palabra de Dios y con el designio de salvación.
20. Posiblemente podríamos expresar todo esto diciendo: lo que importa es evangelizar -no de manera decorativa, como un barniz superficial, sino de manera vital en profundidad y hasta sus mismas raíces- la cultura y las culturas del hombre en sentido rico y amplio que tienen sus términos en la Gaudium et spes (cfr. n. 53), tomando en cuenta siempre como punto de partida la persona y teniendo siempre presentes las relaciones de las personas entre sí y con Dios.
El evangelio y, por consiguiente, la evangelización no se identifican ciertamente con la cultura y son independientes con respecto a todas las culturas. Sin embargo, el Reino que anuncia el evangelio es vivido por hombres profundamente vinculados a una cultura, y la construcción del Reino no puede menos de tomar los elementos de la cultura y de las culturas humanas. Independientes con respecto a las culturas, evangelio y evangelización no son necesariamente incompatibles con ellas, sino capaces de impregnarlas a todas sin someterse a ninguna.
La ruptura entre evangelio y cultura es, sin duda alguna, el drama de nuestro tiempo, como lo fue también en otras épocas. De ahí que hay que hacer todos los esfuerzos con vistas a una generosa evangelización de la cultura o, más exactamente, de las culturas. Estas deben ser regeneradas por el encuentro con la buena nueva. Pero este encuentro no se llevará a cabo si la buena nueva no es proclamada.
63. Las Iglesias particulares profundamente amalgamadas no sólo con las personas, sino también con las aspiraciones, las riquezas y límites, las maneras de orar, de amar, de considerar la vida y el mundo que distinguen a tal o cual conjunto humano, tienen la función de asimilar lo esencial del mensaje evangélico, de trasvasarlo, sin la menor traición a su verdad esencial, al lenguaje que esos hombres comprenden, y, después, de anunciarlo en ese mismo lenguaje.
Dicho trasvase hay que hacerlo con el discernimiento, la seriedad, el respeto y la comprensión que exige la materia, en el campo de las expresiones litúrgicas (cfr. SC 37-38), pero también a través de la catequesis, la formulación teológica, las estructuras eclesiales secundarias, los ministerios. El lenguaje debe entenderse aquí no tanto a nivel semántico o literario cuanto al que podría llamarse antropológico y cultural.
El problema es sin duda delicado. La evangelización pierde mucho de su fuerza y de su eficacia, si no toma en consideración al pueblo concreto al que se dirige, si no utiliza su «lengua», sus signos y símbolos, si no responde a las cuestiones que plantea, no llega a su vida concreta. Pero, por otra parte, la evangelización corre el riesgo de perder su alma y desvanecerse, si se vacía o desvirtúa su contenido, bajo pretexto de traducirlo; si queriendo adaptar una realidad universal a un aspecto local, se sacrifica esta realidad y se destruye la unidad sin la cual no hay una universalidad. Ahora bien, solamente una Iglesia que mantenga la conciencia de su universalidad y demuestre que es de hecho universal puede tener un mensaje capaz de ser entendido, por encima de los límites regionales, en el mundo entero.
Fuente: AAS 68 (1976) 17-19 y 53-54. Para la versión española: