1.3.1 Carta Encíclica Evangelii Praecones (2-VI-1951) n. 12
12. Adaptación y respeto por las culturas
58. Queda un punto por tratar, el cual deseamos ardientemente que todos entiendan claramente. La Iglesia, desde sus orígenes hasta nuestros días, ha conseguido siempre la prudentísima norma que, al abrazar los pueblos el Evangelio, no se destruya ni extinga nada de los bueno, honesto hermoso que, según su propia índole y genio, cada uno de ellos posee. Pues cuando la Iglesia llama a los pueblos a una condición humana más elevada y a una vida más culta, bajo los auspicios de la religión cristiana, no sigue el ejemplo de los que sin norma ni método cortan la selva frondosa, abaten y destruyen, sino más bien imita a los que injertan en los árboles silvestres la buena rama, a fin de que algún día broten en ellos frutos más dulces y exquisitos.
59. La naturaleza humana, aunque inficionada con el pecado original por la miserable caída de Adán, tiene con todo en sí «algo naturalmente cristiano» (Tertuliano, Apologético c. 17: PL 1, col. 377A); lo cual, si es iluminado con la luz divina y alimentado por la gracia de Dios, podrá algún día ser elevado a la verdadera virtud y a la vida sobrenatural.
60. Por lo cual, la Iglesia católica ni despreció las doctrinas de los paganos ni las rechazó, sino que más bien las libró de todo error e impureza, y las consumó y perfeccionó con la sabiduría cristiana. De la misma manera acogió benignamente sus artes y disciplinas liberales que habían alcanzado en algunas partes tan alto grado de perfección, las cultivó con diligencia y las elevó a una extrema belleza a la que antes tal vez nunca había llegado. Tampoco suprimió completamente las costumbres típicas de los pueblos y sus instituciones tradicionales, sino que en cierto sentido las santificó; y los mismos días de fiesta, cambiando el modo y la forma, los hizo que sirviesen para celebrar los aniversarios de los mártires y los misterios sagrados...
61. Y Nos mismo, en la presente encíclica que publicamos, Summi Pontificatus, escribimos lo siguiente: «Los predicadores de la palabra de Dios, después de muchas investigaciones realizadas en el decurso de los tiempos con sumo trabajo e intenso estudio, se han esforzado en conocer más profundamente y dignamente la civilización e instituciones de los diversos pueblos y cultivar las buenas cualidades y dotes de sus almas, para que así el Evangelio de Cristo obtuviese en ellos más fáciles y abundantes progresos. Todo aquello que en las costumbres de los pueblos no está vinculado indisolublemente con supersticiones o errores, se examina siempre con benevolencia y, si es posible, se conserva incólume» (AAS 31 (1939) 429).
62. En el discurso que tuvimos en 1944 a los directores de las Obras Pontificias, entre otras cosas decíamos: «El misionero es apóstol de Jesucristo. Su oficio no le exige que introduzca y propague en las lejanas tierras de misión precisamente la civilización de los pueblos europeos, y no otra cosa, como quien trasplanta un árbol; sino más bien que enseñe y eduque a aquellas naciones, que a veces se ufanan de sus culturas antiquísimas, para que sea apresten a recibir prácticamente los principios de la vida y costumbres cristianas. Tales principios pueden armonizarse con cualquier civilización que sea sana e íntegra, y pueden conferirle un mayor vigor en la defensa de la divinidad humana y conseguir la felicidad. Los católicos nativos deben ser en primer lugar miembros de la gran familia de Dios y ciudadanos de su Reino (cfr. Ef 2, 19); pero sin dejar por esto de ser ciudadanos de su patria terrena» ( Discurso Vivamente gradito, 24-VI-1944: AAS 36 (1934) 210).
66. Al Dios de las misericordias atribuimos el que todos hayan considerado con interés especial este hecho, el cual es evidente argumento de la crecida vitalidad y del vigor cada día mayor de que goza la obra misional. Ya que, gracias a la actividad de los misioneros entre los pueblos paganos tan distanciados en el espacio unos de otros y de costumbres tan diversas, el aliento evangélico ha penetrado tanto en las almas cuanto claramente demuestra el elocuente testimonio de estas artes renacientes. Esta exposición prueba también que la fe cristiana, grabada en las almas y exteriorizada en costumbres en armonía con ella, es la única que puede elevar el entendimiento humano a producir estas excelentes obras artísticas, que ciertamente constituyen una alabanza perenne de la Iglesia católica y un ornamento esplendidísimo del culto divino.
Fuente: AAS 47 (1951) 497-528. La versión castellana se ha tomado de Guerrero, Fernando (dir.), El Magisterio Pontificio Contemporáneo. Colección de Encíclicas y Documentos desde León XII a Juan Pablo II, o. c., págs. 51-53.